Aquel
día se levantó cansado, somnoliento y con la sensación de que el sueño
reparador que tanto anhelaba hacía apenas cinco horas, no había hecho acto de
presencia. Se duchó de manera automática, mientras pensaba en el rutinario día
que se le presentaba por delante. Se vistió rápidamente, sin prestar atención a
si lo que se estaba poniendo le quedaba bien o no, ni siquiera se paró a
echarse una ojeada en el espejo. Bajó las escaleras y mientras se preparaba un
café, su pensamiento vagaba, se lamentaba y soñaba, sin prestar atención a nada
de lo que le rodeaba.
Se bebió el humeante líquido casi de un trago, mirando a
través de la ventana de la cocina, pero sin ver nada, sin observar con la más
mínima atención lo que había al otro lado del cristal.
Con la misma apatía, se lavó los dientes, se peinó, cogió
las llaves del coche, la cartera y salió de su casa.
Apenas llevaba cinco minutos de trayecto por la sinuosa
carretera que todos los días cogía a la misma hora para ir a su trabajo,
envuelto en una espesa niebla que hacía que su visión fuera extremadamente
limitada y con su pensamiento quejándose de tener que ir a trabajar en un día
como ese, cuando a la salida de una curva algo chocó contra su coche e intentando
no perder el control, empezó a volantear presa del desconcierto y del pánico,
que en esos momentos le atenazaba el cuerpo y la mente. Su cerebro, colapsado
por lo que estaba ocurriendo, fue incapaz de procesar la salida de la
carretera, las tres vueltas de campana y el fuerte aterrizaje de su coche
destrozado, en un campo frío y árido.
En silencio, ensangrentado y boca abajo, abrió los ojos y
por primera vez en mucho tiempo fue consciente de todo lo que le rodeaba. Del
rumor de un río cercano, del canto de los pájaros, de la brisa helada que se
colaba por la luna delantera, hechas añicos por el golpe, de la calidez de la
sangre que manaba por varias partes de su cuerpo, del latir brioso de un
corazón que aún seguía latiendo.
En ese momento se dio cuenta que ya nada volvería a ser como
antes. Él no volvería a ser como antes, ya que en tan solo un segundo, esa vida
monótona, rutinaria y apática, había estado a punto de desaparecer.
Juró que no volvería a pasar ni un solo segundo de puntillas
por su vida, que disfrutaría de todo lo que se le ofrecía, que observaría y se
deleitaría con los cálidos rayos de sol cuando llegara la primavera, del
salitre del mar y de la brisa en el verano, de las hojas caídas y de los
colores del otoño y del frío que te helaba la cara en invierno.
Prometió que regalaría sonrisas y abrazos, que haría todo
aquello que hasta ahora no había hecho, que se enamoraría y que haría locuras
por amor. Que lloraría de alegría y que reiría cuando tuviese problemas.
Con una sonrisa en los labios, le dio su palabra a la vida,
de que la trataría como se merecía pero esta, que lo observaba entre la niebla,
estaba abatida y enfadada porque él no había sabido sacarle todo el provecho
que ella se merecía, por lo que sintiéndolo mucho, se dio media vuelta y lo
abandonó, no permitiéndole aquella segunda oportunidad que en ese momento y
dentro de ese coche él daba por supuesta.
Y así, aquel día, en tan solo un segundo, perdió un tesoro
que no sabía que tenía. Perdió lo que a veces no valoramos. Perdió lo que
parece eterno, lo que en ocasiones no disfrutamos, porque estamos más
preocupados soñando en imposibles, lamentándonos por lo que no tenemos y enfadados
con lo que se nos niega.
Perdió
la vida que tú y yo ahora tenemos… ahora… porque… ¿Dentro de un segundo? ¿La
seguiremos teniendo?
María de las Nieves Fernández,
autora de "Los ojos del misterio" (Falsaria).
@Marynfc
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