LA PRINCESA QUE ESPERÓ


Apenas advirtió el gran copo de nieve que se había estampado en el cristal y descendía ahora con endeblez por su ventana. Mantenía la vista fijada en el fuego imponente que daba vida a su chimenea y que brillaba esta noche con una extraña fuerza. Tampoco reparaba en el alborozo navideño de familiares y amigos que, fuera de su alcoba, rasgaban y abrían un sinfín de regalos, como si aquello fuese lo último que iban a hacer en sus vidas. Desde niño le seducía el hechizo de estas fiestas y él era siempre el primero entre sus hermanos en colocar, con suma delicadeza y esmero, los diversos aderezos al abeto risueño, así como los demás aliños de Pascuas a los vastos muebles e interiores de la acogedora morada. En los últimos años, quizá motivado por lo predecible de la era de las actuales y remozadas tecnologías, sentía con aparente nostalgia que había perdido cierto idilio hacia estas fiestas. Sin embargo, hoy sabía que era distinto. Miraba con ojos enfrascados hacia la llama que salía presta de su fogón mientras sus pies se movían sin concesiones hacia ese despierto fuego. Lo podía tocar. El fuego no quemaba. Y antes de que pudiera extender su otra mano sobre la vivaracha lumbre, ya había girado al completo el alféizar de piedra sobre el que se sentaban las brasas...

Se miraban sin pestañear. La niña no parecía extremedamante asustada pero no apartaba su solemne mirada de los ojos de ese extraño joven hombre que acababa de aparecer en su dormitorio. Éste, mientras clavaba de la misma manera los suyos, se dio cuenta de que desde hacía muchísimo tiempo no había visto unos ojos tan brillantes como hermosos. Tras el diáfano azul del iris de aquella niña era capaz de ver el reflejo que mostraba el contenido de la estancia en donde se encontraba: vastos y extendidos doseles rosados, armaduras de metal dispuestas en cada una de las esquinas de la cámara, y holgados y puntiagudos ventanales que una vez terminara esa noche darían un monumental fulgor, gracias al Sol traspasado entre sus vidrios.

-”¿Quién eres?”- preguntó la niña con un tono más desatinado que sorpresivo.

-”Tu regalo de Navidad”-, a él le salió del alma esa respuesta.

-¡Eres el príncipe que he pedido!- exclamó la pequeña con aplomo y contento.

-”Quizás...” -esta vez le brotó un titubeo lleno de incredulidad y asombro.

Nunca supo con exactitud cuánto tiempo pasó con aquella hermosa y misteriosa niña, pero lo que sí pudo saber de inmediato por sus conocimientos y tras el ligero y cristalino examen visual, es que se hallaba en pleno siglo XVIII. Quizá fue por ese miedo colosal a encontrarse trescientos años atrás o tal vez por comprobar si estaba o no soñando, el hecho es que aprovechó el momento en que la pequeña abandonó la sala para meter la mano en el fuego frío de aquella estancia palaciega. Y volvió a encontrarse con un giro vigoroso pero sutil en la chimenea que, al traspasarla, le introducía de nuevo en su moderna habitación de su actual sociedad. Se quedó durante un largo minuto pensativo y conteniendo la respiración. No, no estaba soñando. El tacto y la agudeza de los demás órganos sensoriales de su cuerpo le confirmaban que seguía consciente y despierto. Intentó asimilar lo que le acababa de ocurrir. Oía el ajetreo de sus conocidos que continuaban disfrutando de sus presentes y viandas navideñas. Y volvió a mirar al fuego. Esta vez miró como si hablara en silencio a las llamas fascinantes que se enfrentaban bajo la repisa. Y mientras miraba, se aproximaba de nuevo a esa luz movido por el ávido deseo del misterio y del encanto...Y acercó sus manos al ardor con mayor seguridad...Cuando comprobó de nuevo que no tenía ni una sola quemadura en su dorso volvía a estar en la misma sala cortesana que segundos atrás dejó tras las llamas.

Una mujer rubia, lozana y apuesta profirió un clamor tras percatarse de la existencia del joven.

-”Lo siento...Yo...Busco a una niña pequeña... ¿La ha visto?-”

La mujer, aún algo espantada, le hundió la mirada sin responderle.

-”Siento de nuevo haberla despertado así. Prometo que me iré en cuanto vuelva a acostarse.”-

Por nada del mundo el joven quería que la mujer o cualquier testigo pudiera ver su puerta mágica con la que había accedido ya en dos ocasiones a ese aposento. “¿Y si lo descubre más y más gente e igual que yo pueden acceder? ¿Y si me encuentro con todo un ejército de población de hace tres siglos traumatizado en este?” No. Había que evitarlo a toda costa y, por lo tanto, mantener ese secreto.

-”Se lo prometo señora, vuelva a acostarse y me iré”-.

A pesar de que en su mirada ya no había señales de pasmo, la mujer siguió en silencio sin articularle respuesta alguna. Tras un largo rato de cargante mutismo, el hombre desistió en su planteamiento inicial y, sin apenas despedirse, dio media vuelta en dirección al fuego. Y fue en el momento en que le quedaba medio paso para introducir uno de sus brazos en la pira, cuando sus intenciones se paralizaron en seco:

-”¡Te dije que me iba a poner mi vestido de princesita! ¡Te estuve esperando! ¡Nunca más apareciste!”-.

A medida que los minutos y la charla transcurría la mente del joven se aclaraba y las maneras de ella se calmaban. Habían pasado dos minutos para él, pero quince largos años para ella desde su primer encuentro. Y conversaron larga y profundamente. Y cuando él descubrió que se había enamorado, ya le había contado todo acerca de cómo había logrado traspasar tres siglos en este día de Navidad. Ella intentó hacer lo propio y poner un dedo en la lumbre pero la apartó de inmediato tras lanzar un pequeño alarido de dolor provocado por la quemadura. Sólo funcionaría con él... Ninguno de los dos pudo saber cúanta noche había transcurrido en el momento en que sus labios se mantenían unidos y a la paz apasionada tan sólo la retaba el rugir de las despiertas brasas.

-”Me encantaría pasar en este lecho el resto de mi vida” -le susurró el joven al oído de su princesa.

-”Créeme, no hay nada en el mundo que me hiciera más feliz.” -le respondió ella antes de proseguir: -”Pero aún hay algo que no sabes...Es algo inevitable...”-.

Ella le contó que estaba destinada a casarse con un señor de alta alcurnia y que tan solo podría liberarse del compromiso aquel apuesto que, mediante su propia espada, pudiera ganarle en duelo. Él brincó del lecho entre doseles en el que ambos se encontraban, no sin antes arrojarle un prolongado y ardiente beso a su princesa: “¡Para Navidad no hay nada inevitable amada mía!-” y con una amplia sonrisa en el rostro se introdujo raudamente tras las llamas. Había dejado en una esquina de su habitación la espada que tantó anheló desde niño y que, ahora, sus leales amistades le habían regalado en estas fiestas. Al separar la hermosa vaina de piel contempló con candidez y orgullo la hermosa hoja de acero. Y tomando con tesón y firmeza la empuñadura, adentró, con más seguridad que nunca, su cuerpo entero a través del perenne fuego, con el ánimo y confianza que llevaba en sus manos: el regalo destinado a hacerle por siempre feliz.

No fue hasta que llevaba recorrido tres cuartos de la fogosa estancia que reparó en la presencia de un hombre algo rechoncho, vestido de uniforme y con la prenda cabellera acicalada entre grandes rulos:

-”Se la acaban de llevar...”- le dijo este cabizbajo y sin mirarle. -“ Estuvo muy débil en los últimos días, y apenas podía hablar...Antes de que su cuerpo se fuera para siempre me dio esta carta para ti. Nunca me contó nada. Y creo que nunca se lo contó a nadie...”. El hombre le entregó la carta y el joven, entre un presumible desasosiego y desesparanza, la leyó en silencio sin pestañear:

"Esperé. Esperé en aquel amanecer y hasta que el día apareció. Esperé hasta que el Sol se puso pero no fui capaz de encontrarte. Esperé cada Navidad a tu espada inevitable pero no llegó. Esperé casada durante treinta años a prometerme con tu fuego pero tan sólo pude arder en el recuerdo. Y seguiré esperando. Será inevitable que algún día ambos podamos cruzar nuestra llama del amor eterno.

Tu princesa desde niña, hasta el cielo."

Y al calor del comedor se dirigió a ser uno más entre presentes tras un copo de nieve disipado entre el cristal. Y entre lágrimas de calor lanzó la carta a un fuego consumido entre años y minutos, y entre corazones divididos.

Daniel Arrébola.
@apetececine

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