LA HERMANA DE CENICIENTA


Ya hace algunos meses que me ha dado por jugar a la cenicienta. A ver, me explico; no ando buscando (ni de lejos) un príncipe azul ni nada que se le parezca; tampoco voy hablando por las esquinas con ratones vestidos de gala y, por lo que a mí respecta, no he heredado el don de la pulcritud en su más alto grado. En fin, estoy jugando a la cenicienta, sí, pero estoy jugando a ser una de las hermanastras. El caso es que no sé cómo se llaman ninguna de las dos y por mucho que me supiese sus nombres, si hubiese dicho “me ha dado por jugar a ser Amelia”, por ejemplo, nadie se habría situado en el cuento al que quiero trasladaros. El cuento del zapato ajeno.

Ahí quería yo llegar, al zapato de cristal. En fin, escribo con la intención de encontrar consuelo o explicación alguna en el corazón de mis palabras. Hace un tiempo que le quito los zapatos a mi hermana; los zapatos, los pantalones, los jerséis. Dicho así parece que se trate de algo banal y superficial. No os confundáis, no se trata del gusto por la moda o por una ropa en concreto. Sus aficiones, su música, su tranquilidad, su orden, su éxito, su persona. Todo eso también se lo estoy quitando de algún modo. Quizá “quitar” no sería la palabra que busco, pues no me estoy adueñando de sus modos a la vez que le despojo de sus formas, no, ella queda intacta. Se trata, más bien, de cierta mímesis, de dejar de ser yo para acercarme más a lo que es su piel y su esencia, para vestirme de su persona. Para que nos entendamos, la imito, porque quiero ser como ella, quiero recibir sus mismos aplausos, su reconocimiento, quiero dejar de sentir que ando desafinada en esta clave de sol que parece iluminar a todos mientras a mí me hace sombra.

De sus zapatos hablaba. Me van pequeños, me aprietan, ni si quiera me gustan. Lo peor de todo es que el placer más grande que siento con ellos es cuando, por fin, puedo quitármelos, estirar mis pequeños dedos mientras corro o me da por saltar o subir por los árboles. ¿Que por qué me los pongo? Porque, para mi edad, es el tipo de zapatos que debería de llevar, como persona madura. Bueno, eso he oído. Debería ser tantas cosas que no soy… o eso dicen. Es duro juzgarse como tigre cuando eres una vaca, y viceversa. Como vaca te dices, debería ser ágil, veloz, una depredadora, y sin embargo disfrutas en la quietud del prado, en el placer de la tranquilidad y del mutismo. De nada sirve ese traje a rayas negras y amarillas que tú misma has confeccionado concienzudamente, pues con él tan solo consigues despistar un par de minutos al que te ve por primera vez. Pero cuando hablas, cuando eres realmente tú se nota a leguas que a ti lo que te va son las manchas, el blanco y el negro, que eres una vaca y que difícilmente vas a lograr comportarte como un tigre. Así que el único modo de empezar a completarte es renunciar al traje ajeno y vestirte con tus propias ropas. Pero si a ti siempre te han dicho que ser tigre es lo mejor que puede pasarte, que eres el rey, que eres único, ¿por qué vas a conformarte con ser una simple res?

Supongo que no es fácil aceptarse a uno mismo, aceptar las limitaciones que te impone tu propio ser y reconocerte en ellas. Lo que sí resulta realmente sencillo es ver el brillo en los demás, ya sea otra vaca como tú, un gusano, un león o una serpiente. En el otro siempre resulta menos complicado ver las virtudes y aceptarlo por lo que es.

Quizá empiece a desabrocharme sus zapatos, no por eso dejaré de admirarla, desde luego, sino por empezar a dejar ver realmente lo que soy, que no es tarea fácil.

Sara C. Labrada
@sarazamz

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