HEMOS (QUE NO HE, NI HAS, NI HAN)


Recuerdo la última explosión como si se hubiese producido justo debajo de mi piel, como si yo misma la hubiese provocado. Estoy segura de que todos la sintieron igual. Un segundo después del estallido final solo se podría haber hablado de vida en un pretérito anterior. La atmósfera acogió toda la  materia de la que estaban hechos nuestros cuerpos como si los hubiese estado esperando toda la vida y los fue esparciendo por el espacio sideral. También casas, coches, árboles, flores y carreteras se unieron al espectáculo. Pedazos de todo se aunaron en una danza apocalíptica eliminando pronombres y demostrativos. Nadie hubiese podido distinguir un “tú”, un “yo” o un “eso” de cualquier otra cosa. Al fin, humanidad y naturaleza se habían fundido y, dándose una eterna tregua, se concedían un último baile, una última exhalación que celebraría el experimento de la vida.

Tierra y entrañas, sangre y lava, acero, huesos, piedra, agua. Yo fui. Contra todo pronóstico, la multitud de estruendos, la gran orquesta de la destrucción, acabó por converger y vino cantando dulcemente el silencio, dejando el planeta envasado al vacío. 

Desde fuera podía intuirse el último esfuerzo de la Tierra por respirar, por deshacerse de esa especie de papel film que la envolvía y asfixiaba hasta el último de sus poros. Parecía un indefenso corazón colgado de la nada, envuelto de oscuridad, tratando de expandirse y agolparse, aspirando a marcar un compás que una vez pareció ser infinito y ahora se apagaba. Redonda, blanca, negra, corchea,  semicorchea, fusa, semifusa. SILENCIO. Solo silencio. Silencio solo. 

Era un hecho, hemos (que no he, ni has, ni han) matado al planeta, le declaramos la muerte y en la batalla apostamos nuestras vidas.

El fuego se quedó ardiendo en nuestras gargantas, las balas se divertían en la danza en igualdad de condiciones que nuestra piel. La pólvora…

Pasaron años, siglos, eones. El reposo teñía de negro un mundo que fue azul. De repente, un nosequé rompió toda la calma que había quedado en el planeta. Un simpático tintineo se coló entre los escombros, salió, como lo hace un ratón, de su escondite una vez hubieron estallado todas las trampas y todo se tornó seguro. De nuevo, otra vez, “tininín”. Qué agradable sonar agudo y juguetón. Así, poco a poco, comenzó a escucharse, en un planeta muerto, una lluvia que gradualmente iba aumentando su sonido, como pequeñas piedrecitas que saltaban alegremente sobre un xilófono de metal. La esperanza parecía desperezarse entre la quietud de la Tierra. Minúsculas lucecitas empezaron a cubrirlo todo de agudos destellos dorados. 

Hubo algo que supimos hacer bien. Pequeñas monedas brincaban celebrando el fin de una guerra, el fin de un mundo que daba comienzo a una nueva era.  El Dinero, gobernante último de nuestro querido y difunto planeta, había sabido encontrar su lugar, decidiendo entre fulgores lo que nosotros no supimos decidir, conduciendo el sonido último de nuestro palpitar y lanzándonos de cabeza donde nosotros no habríamos querido nadar. El Dinero, bendito dinero, supo encontrar el lugar que nosotros le habíamos propuesto, encontró su trono y su cetro y tomó asiento. Supo resguardarse en las cajas fuertes, supo pervivir aún sin corazón. Y ahora que ya no quedaba nada, ahora que ya no quedaba nadie, por fin tenía el espacio que sabemos que le correspondía. Hubo una lucha y nadie se dio cuenta. Nos jugamos el verbo ser y lo perdimos. Conforme el dinero era, nosotros dejábamos de ser. O él o nosotros, estaba claro que no había espacio para los dos. Y le cedimos el verbo, le cedimos la existencia, la vida, el amor. 

Sara C. Labrada

0 comentarios:

Publicar un comentario

 
;