La fotografía es recuerdo. Más allá de la técnica, las imágenes sirven para recordar aquello que puede ser susceptible de olvidar, aunque sea la vivencia más especial de nuestras vidas. Porque al final, el recuerdo no es sino pura química en nuestro cerebro.
En un momento en que la fotografía forma parte de lo efímero y de lo alcanzable para todos, Miguel Ángel Hernández muestra en El instante de peligro (Anagrama) las mil y una caras de una imagen y las posibilidades que las técnicas ópticas ofrecen para recordar las emociones más intensas. Profesor de Historia del Arte en la Universidad de Murcia, Hernández ha sido Research Fellow del Clark Art Institute de Williamstown, en Massachusetts (EEUU), punto de partida de su novela. La perspectiva que alcanza en la historia no está muy lejos de la sombra de las películas sin dueño que el protagonista, Martín Torres, debe analizar como proyecto artístico de la joven italiana Anna Morelli, reconocida artista y con gran potencial en el arte contemporáneo. Tras contactar con ella, Torres vuelve al campus del Clark después de nueve años de su primera estancia. Nueve años después de su romance con Sophie, su gran amante. Nueve años de idas y venidas de su matrimonio con Lara, su gran amor. Nueve años después de creer que las relaciones amorosas abiertas podrían no herir a nadie.
Nueve años después de su marcha del centro, todo ha cambiado. La tesis que tenía que terminar después de su primera estancia en el Clark todavía no ha sido terminada. Y nunca lo estará. La rutina ha abatido a este historiador, que a su regreso al Clark ya nada conmueve, ni tan siquiera el arte. Pasear por las galerías le pesa, le aburre. Prefiere dejar más emoción disponible para los otros visitantes. Que toque a más por cabeza. Sin embargo, su estancia en el instituto americano le abrirá los ojos al auténtico arte, al más puro y absoluto. Morelli le propone dotar de historia a una serie de películas grabadas en los sesenta consistentes en un plano fijo y una sombra de una persona a la que no se le ve el rostro. Unas fotografías encontradas en la misma maleta donde se hallaban las cintas conforman el gran misterio por resolver en clave artística para Morelli y Torres.
Pero la literatura también es recuerdo. Torres complementa el proyecto de Morelli, titulado Fuisteis yo, con la escritura de la historia de aquellas películas. El escritor usa una de las más bellas referencias al narrador y cuenta la historia al lector como si fuera una carta a Sophie, su amante más importante, a quien conoció durante su primera estancia en el Clark. Por su parte, Morelli complementa el proyecto con una curiosa acción artística: borrar la imagen de las fotografías halladas mediante productos químicos que no dañan el papel, sino que solo eliminan la tinta.
Las continuas referencias artísticas e históricas y la combinación de estas con la trama amorosa y personal del protagonista alcanzan un nivel de inteligencia literaria explosiva. La novela, que ha sido finalista del 33º Premio Herralde de Novela 2015, confirma a Hernández como narrador después de su debut, Intento de escapada (Anagrama, 2014). Hernández demuestra una gran sensibilidad relacionando la gran cantidad de información de técnicas fotográficas contemporáneas y cine experimental en un trazo narrativo claro, determinante para enganchar al lector desde la primera frase. Para ello, usa reflexiones de Walter Benjamin para abrir cada capítulo y sentenciar el porvenir de los personajes con sus reflexiones estéticas y puras. La ausencia de historia es, precisamente, la base del libro. La no existencia de un relato que acompaña las imágenes encontradas da libertad a Morelli y a Torres para apropiarse de ellas. Hasta la dedicatoria del libro forma parte de la misma trama literaria. Hernández dedica la novela «a los ausentes, a las historias borradas». Lo inexistente nunca fue tan tentativo de narrar –y de devorar con la lectura.
Karen Montero.
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