En una época donde los artistas nacen con la voluntad de romper con ese “realismo ñoño”, como diría el actor mexicano Héctor Ortega, y de promover un arte que conlleve la liberación o aquel “volver a nacer” de Grotowski, nace también Edvard Munch.
Al igual que muchos artistas de su tiempo – Strindberg y su misoginia repentina, Artaud y su paranoia por la enfermedad o Beckett y su agobio ante el recuerdo de la vida prenatal, entre muchos otros -, Edvard Munch fue sacudido por unas circunstancias vitales, que ya desde la infancia, marcaron todo su devenir artístico y biográfico. Viendo desde pequeño morir a su madre, a dos de sus hermanos, dos de sus tías, dos de sus abuelos y con un padre trastornado a la espera de que su hijo, Edvard, fuera el próximo; Munch creció acunado por la enfermedad y una esperanza desoladora de acabar muriendo pronto. Esa mezcla de oscuridad amenazante y desconfianza existencial acabó convirtiéndose en delirio y en arte. Un arte que fue el soporte donde reflejar sus temores, sus dudas acerca del porvenir, acerca del sentido de vivir. Y hablo de un arte en general porque Munch no solo trabajó en la pintura como vemos en este maravilloso trabajo de Nórdica Libros. El artista noruego también llenó blocs de pensamientos, aforismos y reflexiones sobre todo y nada en general, sobre la vida y la falta de ella, el sentido y la falta de él, el esfuerzo por caminar y la nula necesidad de ello. Pero sobre todo en sus escritos encontramos arte, como todo lo que tocaba Edvard Munch. Arte como salida, como escapatoria ante el golpeo de la vida por dentro y por fuera, como respuesta a una carcajada sórdida y satírica que le acompañó hasta el fin de sus días.
El friso de la vida es una extensión de su obra pictórica, leemos la pintura igual que disfrutamos viendo un poema, y esto, a partir de ahora y gracias a Nórdica Libros, es posible. En sus escritos encontraremos también amor y desamor, debates existenciales con uno mismo y anécdotas con coetáneos, desengaño con la humanidad y esperanza de algo mejor, incluso veremos cambiarse repentinamente y en un mismo texto de primera a tercera persona. Todo ello representado siempre mediante el color que dicta el estado de ánimo del autor. Todo se rige, siempre en la vida de Munch, por el color que emanan sus sentimientos. Ellos mandan, ellos deciden qué camino emprender diariamente, cómo ver el paisaje ese día, qué vestimenta escoger. El friso de la vida nos ofrece al Munch que mira la pintura, no al que está dentro de ella y el cual nos ofrecen sus cuadros; al Munch que contempla su obra, que piensa en ella con su incontrolable impulso a la corrección, que ve la vida como sus cuadros: simple y llanamente como un paisaje que se construye según quien lo mira, un mundo que no existe de una forma objetiva sino, siguiendo la estela fichteniana, que es la suma de muchas subjetividades.
Víctor G.
@chitor5
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