ERGÓN, DEMIURGO


El intenso vibrar del despertador llenó las paredes de prisas. Las arañas, atolondradas, se desperezaban por las esquinas y el viento reñía ansioso con el cristal de la ventana, queriendo abrirse paso por entre la madera resquebrajada del tragaluz. El tímido aliento de la luz de las farolas le acariciaba los párpados; las calles se cubrían de un profundo azul marino. Mientras tanto, su piel seguía oliendo a frío.
Despertó. A penas pasaban treinta minutos de la hora incierta. Jamás supo con certeza a qué día pertenecían las doce en punto de la media noche; pues, si el segundo en que tocaba la  hora punta pertenecía al día que dejaba atrás, el día siguiente empezaba con un segundo de menos y si, por el contrario, pertenecía al día que comenzaba, dejaba el día anterior con veintitrés horas, cincuenta y nueve minutos y cincuenta y nueve segundos. Se preguntaba a menudo cuántos segundos se habrían esfumado de su vida sin haber hecho ningún tipo de ruido.

Ergón era un muchacho bastante corriente. No era de los más menudos de la aldea, aunque tampoco destacaba por su corpulencia; su pelo revuelto le caía por la frente con cierto desorden, dotándole  así de un aspecto, a simple vista, algo descuidado. Sus ojos, perfectamente perfilados por sus infinitas pestañas oscuras, eran de un color incierto, pues dependiendo de la luz del día se mostraban verdes o azules, e incluso, cuando se animaba a ir al lago con su familia, llegaban a decirle que el reflejo del sol los bañaba de un intenso tono amarillento. Aunque era un tipo bastante astuto, solía pasar desapercibido; tenía la facilidad de ensimismarse con cualquier cosa de su alrededor, miraba al mundo como si realmente estuviese enamorado de él.

Si se hubiese preguntado por el muchacho a cualquiera de los aldeanos de Fenómeno, ninguno habría hablado mal de Ergón; apenas hubiesen articulado un puñado de  palabras que resumirían su condición de “chico cualquiera”, sin más. Sin embargo, la realidad, si es que la había, distaba mucho de todo eso. Ergón tenía unas costumbres algo peculiares desde hacía algún tiempo. Quedaba libre de sus quehaceres a las cinco de la tarde y a las siete ya se metía en la cama, a dormir. En esto era algo distinto del resto de chavales, pues siempre acababan con discusiones con sus respectivas familias rogando por cinco minutos más de juego. A las doce y media de cada  noche, el despertador vibraba bajo la almohada del chico; se activaba sin privilegios para los festivos, sin concesiones especiales en los fines de semana. El único objetivo de Ergón era el de abrir los ojos. Nada más que abrir los ojos.

Nada de lo que el muchacho hacía carecía de sentido, estaba todo meticulosamente pensado, y un horario tan extravagante no se quedaba sin explicación. Todo comenzó en medio de una noche. El chico se revolvía entre las sábanas; jadeaba; murmuraba palabras incomprensibles; estaba sumido en una pesadilla horrible. Comprendió que el mundo onírico le envolvía por completo; gritaba, gritaba para despertar, para que su cuerpo, que yacía tendido sobre el colchón, escuchase los imperiosos alaridos que emergían desde lo más profundo. Su cuerpo lo oyó. Su mente reaccionó. Sin embargo, algo fallaba, no era capaz de abrir los ojos, ¿qué le estaba sucediendo? Trató de calmarse ante esa extraña sensación. La oscuridad le envolvía por completo, un vacío se cernía sobre él. Era consciente de que ya no se encontraba en el mundo de los sueños; sin embargo, la realidad, o lo que quedaba de ella, amenazaba con ser algo todavía peor. Un sudor frío le serpenteaba por la nuca, y esa sensación era lo único que rompía el vacío. A pesar de que era consciente de su cuerpo, quizá por recuerdo más que por percepción, no era capaz de enviar ninguna orden desde su cerebro que pudiese poner en marcha ni un solo músculo de su figura. Que me despierten – pensó – que me zarandeen hasta que recupere el control sobre mí. Nada de eso sucedió.

Toda la aldea de Fenómeno estaba sumida en sueños, con los ojos sellados. Nadie sabía a ciencia cierta que la aldea seguía existiendo. Quizá nada existía cuando todos cerraban los ojos, quizá lo que hasta ahora había entendido como realidad necesitaba de una mirada para mantenerse tal y como la conocía. Qué tonto había sido – se repetía una y otra vez – ¿cómo no se había podido dar cuenta?

En seguida el recuerdo de Amara conquistó lo que quedaba de él, recordó cómo, al mirarla, se sentía como si fuese un artista, como si Amara naciese de su propio ser, como una especie de Pigmalión. Sin embargo, esa extraña sensación lo contrariaba a menudo; Amara, lejos de ser alguien cercano o afín, se exhibía sabiéndose hermosa, pavoneándose ante todo aquel que la miraba. Un día, mientras la miraba embelesado, no supo calcular bien las distancias y cayó de una de las sillas armando un inmenso estruendo y dejándose a sí mismo en evidencia. A partir de ese día se prometió que no la miraría nunca más y, poco a poco, Amara fue perdiendo la belleza y fue añorando las miradas que ya no tenía y que la hacían bella; y es que para que la belleza de la chica fuese tal, necesitaba de alguien que la mirase y la hiciese real. Con el tiempo, Ergón se dio cuenta que la belleza no pertenecía al que la poseía sino al que la observaba.

El pueblo dormía, y con él dormía también la belleza de Amara. Quizá, y solo quizá, si llegase el día en que todos y cada uno de los habitantes del planeta Tierra cerrase los ojos a la vez, el planeta optaría por desaparecer. Pues la belleza solo se aparece ante un observador; y la realidad se vanagloria ante todo aquel que la contempla.

Posiblemente Ergón acababa de comprender uno de los grandes misterios que escondía la existencia; sin embargo, sin nadie que pudiese regresarlo a una realidad, esa sabiduría flotaría eternamente en el vacío junto a él. De repente, algo le rozó las mejillas, un tacto peludo y suave le llevó al rostro el frío de la calle. Alzó las cejas, y haciendo un esfuerzo que a él le pareció descomunal, logró levantar los párpados. Y ante él, la realidad. Su gata volvía de uno de sus paseos nocturnos por el pueblo de al lado y se tomó la libertad de despertarlo cuando regresó de su excursión.

A partir de esa noche, Ergón caminaba por las noches entre las calles, sin más intención de que la realidad siguiese en su sitio y con la idea de que hubiesen al menos unos ojos que se cerciorasen de que el mundo seguía siendo mundo.

Sammy.
@sarazamz

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