CUATRO ZUMOS DE PIÑA SON DEMASIADOS


Supongo que hoy hay algo que no acaba de cuadrar. Y no hablo del infinito trabajo de Historia de la lengua que tengo que entregar en unas horas y que apenas he comenzado. Tampoco me refiero al no haber ido a trabajar esta mañana. Tampoco se trata de  que la bici que compré por cincuenta euros el viernes ya me esté dando problemas. No, definitivamente no es nada de eso. Sé que hay algo que no cuadra porque hoy me he tomado cuatro zumos de piña. Y lo peor, quizá, es que aún caiga alguno más (son las 20.17 de la tarde del lunes pero este escrito se publicará mañana, o lo que tú conocerás como “hoy”). Del repentino protagonismo que ha adquirido el zumo de piña en el día de hoy me  he dado cuenta cuando iba ya por el cuarto. Dos durante la mañana, uno acompañando la comida y otro que me ha pillado de imprevisto para merendar. 

He apurado el último trago mientras empezaba a ser consciente de la cantidad de piña ingerida durante el día. Y me he dado cuenta del poder sanador de ese elixir. Ese frescor y esa batalla de contrarios, el ácido y el dulce, me han ido llevando, durante todo el día, a un yo-no-sé-dónde que, en lo que dura el trago, me restablecía y lograba rellenar cada uno de los espacios vacíos que llevo dentro. La cosa es que cuando enfilaba el camino hacia mi casa, en el último  tramo y ya con la bici en las manos, tratándola ya más como una compañera que como un vehículo (pues ahora era yo la que la arrastraba con los brazos, era yo la que la llevaba a ella, a Carmen, así se llama) he sentido la necesidad de buscar el origen de esta desazón que me ha empujado a la droga pineal. Porque sí, porque el ser humano es así, curioso por naturaleza, y yo, que formo parte de la cadena, no he podido evitar preguntarme el porqué  de mi angustia. 

En la vida hay dos clases de preguntas que hacerse a uno mismo: la que te haces sabiendo la respuesta de antemano, una respuesta que sabes que duele, que no gusta o que es demasiado caótica (cosa que lleva implícita una puesta en escena demasiado pesada, el poner orden a las cosas puede llegar a ser realmente agotador, sobre todo cuando no hablamos de un orden físico). Y por otro lado, están las preguntas que, claramente, no obtienen respuesta. No existe una solución al enunciado que te planteas, simplemente. Puede pasar. Desde luego que puede. Por suerte, o por desgracia (nunca lo sabré) mi pregunta se encuentra clasificada en el primer tipo, en las que llevan consigo una respuesta que nos empeñamos en ir ocultando como buenamente vamos pudiendo. 

Y la pregunta es simple. ¿Qué me pasa? ¿Por qué me siento así? Y la respuesta, aparentemente, es más simple (y más absurda) aún: Gafas. ¿Gafas? te preguntarás (o no, quizá no seas de los que te hagas preguntas a respuestas absurdas, quizá eres de los que acepten las cosas como vienen, quizá no seas del género humano. Quizá, quizá, quizá). Voy a explicarlo. Todo empezó (hacía tiempo que quería usar esta frase, le da un misterio y un aire dramático al asunto que me encanta). 

Todo empezó hace unas tres semanas. No soy muy hábil calculando el tiempo, pero me fío de lo primero que me ha venido a la mente. Era uno de esos días en los que te encuentras realmente cansada y que piensas en la cama como pensarías en un amante apasionado, ávido del contacto físico. Y que piensas en las sábanas como piensas en el calor de sus brazos. Y concibes la almohada del mismo modo en que concibes su pecho, un lugar donde descargar el peso de tu cabeza y el constante hormigueo de la mente, un lugar donde acallar hasta la última voz de tu alma, un lugar donde seguir otros ritmos que no son los tuyos propios, un pecho que te envuelve de un continuo palpitar formado a base de negras y corcheas, que le va poniendo una melodía distinta a cada una de tus noches. Vamos, que estaba reventada y me quería ir a dormir, para que nos entendamos. Pero por designios del destino (hoy estoy tirando de topicazos) algo me hizo salir de la cama a las dos de la madrugada. Me hizo salir de mi madriguera y me empujó hacia la calle. Hacia el barrio de Horta. A sus calles ya vacías y silenciosas. Cuando hablo de “algo” no quiero que os imaginéis algo misterioso. Fue algo completamente banal, vacío. Pero no lo puedo contar, porque es un secreto que no me concierne a mí. Y como esa no es la historia principal, me la guardo. Lo que quiero contar, y necesito contar para poder desahogarme con alguien que no me conceda ningún tipo de credibilidad ni trascendencia, es lo que me encontré en mi paseo. 

Si hubiese llevado una cámara, entonces hubiese grabado lo siguiente: Calle Tajo medio dormida. Alguna que otra farola intermitente quería recordar que allí seguía habiendo vida, que seguía habiendo movimiento, o que, por el contrario, todo tardaría muy poco en reventar. Y a mi derecha un banco. Una sucursal bancaria, vamos. Con su cajero automático a punto para escupir algo de dinero a cambio de un poco de alimento plastificado. La puerta abierta, completamente abierta. Y la luz de dentro iluminando la escena algo tímidamente. Y en la entrada, en el suelo, entre la puerta y la acera de la calle, unas gafas.

Hay muchos modos de encontrarse algo en el suelo. Pero al ver las gafas me dio la sensación de que escondían algo. No sé, algo que no sabría explicar con palabras, o necesitaría demasiadas, y no sé si se dejarían encontrar. Me recordaron a la escena de un crimen. Una patilla abierta, la otra cerrada, los cristales mirando hacia el horizonte y no viendo nada, y una cuerdecilla de esas que se ponen algunas señoras mayores para asegurarse de que no se les van a escapar los anteojos. Miré hacia los lados, como asegurándome de que nadie me vigilaba, y entonces las cogí. Me puse nerviosa de golpe. Enrollé la cuerda y las metí en el bolsillo de mi sudadera. Hasta que no llevaba unos cien metros recorridos no me atreví a sacarlas de mi escondite de algodón y pañuelos con mocos. Lo dudé, pero hice lo que hace todo aquel que se encuentra con las gafas de otro en las manos, me las puse. Fue extraño, las patillas no llegaron a reposar en mis orejas, más bien las usé a modo de prismáticos, de lupa, como a lo lejos. Y lo vi todo extremadamente borroso. Algo me hizo dudar. Las aparté rápidamente de mi campo de visión, las sostuve en la mano durante unos minutos y me acompañaron en mi silencioso y nocturno caminar. 
Al mirar a través de ellas algo me había removido por dentro, ya digo, lo poco que había visto no eran más que borrones y bosquejos de un mundo medio dormido. Pero a mi corazón le dio por ponerle la percusión a esa escena tan de cine. 

Una vez mi palpitar volvió a su ritmo tranquilo, habiendo reunido el valor suficiente y sintiéndome (sin saber por qué) como se puede sentir alguien que roba unas chuches en la tienda de su barrio, volví a ponérmelas. Esta vez, incluso, dejé caer la cuerdecilla sobre mi cuello y dejé, también, que enmarcasen perfectamente a mis dos pupilas (que todavía tienen mucho que aprender). Un, segundo, dos, tres. Todo, absolutamente todo borroso. Cuatro, cinco, seis. Y SIETE. Entonces lo vi. A él, a ella, a tantos y tantas que habían pasado desapercibidos. También vi eso, y aquello otro. Y me sentí muy pequeña. Y muy grande. Descolocada y en mi sitio. Fuerte. Muy fuerte. Y también muy débil, vulnerable. Lo vi todo, todo lo que solía quedar al margen de mi vista racional durante todos los días de mi vida. Todo lo que se me había estado escapando. Fue un relámpago, cientos, miles, millones de imágenes en una sola. No hablo de una sucesión de colores y formas, sino de una simultaneidad capaz de recoger el Todo en uno. Una madre que sonreía cómplice a su hijo; un borracho que lloraba en la esquina de un supermercado; aquel perro radiante de felicidad al ver a su amo(r); una mariquita que emprendía por primera vez el vuelo. La vida, la vida que se me había estado escapando por los rincones hasta entonces, la esencia de las cosas cotidianas, el susurro de un aquí y un ahora que andaba olvidado por alguna parte. 

Me las quité y no me las he vuelto a poner. Por miedo a que, al volvérmelas a probar, me diese cuenta de que ese momento realmente jamás existió, de que no eran más que unas gafas como cualquier otras. Por miedo a volver a ver el Todo y empezar a preguntarme por mi locura emergente. Las he estado llevando en mi mochila durante un tiempo y a algunas personas, no a muchas (solo a las que he pensado que podrían estar preparadas) les decía con una sonrisa de oreja a oreja: “mira lo que me he encontrado, unas gafas”. Y todas se sonreían, algunas me preguntaban que qué iba a hacer con ellas, pero nadie, absolutamente nadie me pidió que se las dejase probar. Eso me tranquilizó, porque no sabía si estaba preparada para tener un cómplice de tales magnitudes, un secreto une demasiado. Y ¿qué hubiese pasado si alguien se las hubiese puesto para no haber visto nada de nada? posiblemente me hubiese hecho dudar de mí misma, de todo lo que vi y sentí aquella noche. 
Así que por eso lo cuento por aquí, porque necesito contar la historia y que nadie la crea. Que todo el mundo la crea ficción, pero habiéndome descargado de ese peso que me apretaba en el pecho y en la garganta. Y si me preguntas, te diré que no, que todo es mentira. 

Sara C. Labrada.
@kosmonautaa

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