LLOVÍA


Llovía. Llovía como no lo había hecho en años. Llovía como si el cielo de Madrid estuviera de luto permanente por un sol que había desfallecido y se negaba a resucitar. Llovía tanto que el agua recorría furiosa las calles y calzadas, sin que nada ni nadie se interpusiera en su camino, aventada por coches y pisadas, por el viento y por tantos y tantos recodos que había en su carrera hacia su destino.

Él se resguardaba bajo el soportal de un antiguo teatro cuya última función aún se anunciaba en los carteles. El resto, cómo él, deslustrado y ruinoso. Rodeado de periódicos y cartones y sobreviviendo como podía a las inclemencias humanas y meteorológicas.

Por lo menos, aunque la humedad ya formaba parte de sus frágiles huesos, no se calaba.

Se mantenía recostado mirando el paisaje que formaba parte de su vida en los últimos meses. Las piernas de hombres, mujeres y niños que se paseaban frente a él era el espectáculo de cada día. De rodilla para abajo era el mundo que veía. Se negaba a levantar más la cabeza de esa distancia. ¿Para qué?

Miradas incomodas era lo que siempre se había encontrado. Reprobatorias, acusatorias, condescendientes…

Prefería las pantorrillas y los pies.

Si aún existiera ese absurdo programa de la televisión en el que la gente se apostaba que era capaz de los más histriónicos records, el iría y se apostaría su pequeño termo – que era el objeto de más valor que poseía en ese momento – de que era capaz de saber todo del dueño o la dueña de las piernas que veía.

Si usaba pantalón o falda, la forma de la pantorrilla, los zapatos que llevaba, la forma de caminar… Sólo unas pocas pistas le hacían falta para decir si era hombre o mujer, la raza, la edad, con o sin pareja e incluso la más que probable profesión, alguna que otra virtud y algún que otro defecto.

Sí, podría ganarse así la vida, pero hasta que eso ocurriera seguiría perfeccionando su técnica, mirando y analizando de rodilla para abajo desde su cama de cajas y cartones, arropado con sus ajadas mantas y con su termo y un pequeño hatillo como única compañía, a todo aquel que se cruzara con sus marchitos y enrojecidos ojos.

Seguía lloviendo. Cerró los ojos un momento y se concentró en el ruido que le rodeaba. Bocinas, motores, pisadas, voces, lluvia… y recordó cómo había llegado hasta allí. Por qué ahora su único paisaje eran las piernas de los demás. Malas compañías, drogas, alcohol y todo se va a la mierda. Primero las mentiras, luego el dinero y después la mujer de tu vida con un bebé de seis meses. Después el trabajo, la casa, tu familia te da de lado y las malas compañías, las drogas y el alcohol es lo único que te queda, hasta que la calle se convertía en tu refugio.

Abrió los ojos del golpe y por primera vez en mucho tiempo subió la mirada. Un niño le analizaba de arriba abajo protegido de la lluvia por un pequeño paraguas de unos dibujos animados que no reconocía. Sin mediar palabra el pequeño le dio una piruleta que él aceptó y ambos se sonrieron hasta que una histérica madre se llevó al niño casi arrancándole el brazo mientras le reprochaba su comportamiento.

Volviendo a bajar la mirada, abrió la piruleta y la paladeó. Sabía a fresa, dulce. Un agradable dulzor que mitigó por un momento toda la acidez que corrompía su cuerpo.

No dejaba de llover. Llovía como si el cielo de Madrid no supiera aguantar las lágrimas por todas las personas cómo él y por el cruel destino que los había colocado allí, en la calle, bajo la lluvia.

María de las Nieves Fernández.
@Marynfc

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