LA ABUELA


La abuela solo tiene dos dientes. Ella dice que los perdió en la posguerra, por comer pan duro, cáscaras de patata y cecina cuando el día amanecía con suerte.

- ¡Otra guerra hacía yo para acabar con todos esos ladrones hijos de mala madre! – despotrica cuando ve los telediarios.

Ese, entre otros, es uno de sus pasatiempos. La tele. Más que nada porque en la aldea donde vive y en agosto no es que se puedan hacer milagros. Lleva una vida bastante rutinaria desde que mi abuelo tuvo a bien, según ella, pasar a mejor vida para dejar de aguantarla. Se levanta a eso de las ocho, como si tuviera que fichar para hacer las haciendas de la casa, en las que se desenvuelve como pez en el agua ya que lleva toda su vida haciendo lo mismo.

Cuando la abuela termina de fregar la loza, el suelo y todo lo fregable, (que digo yo, que qué ensuciará para pasarse más de media mañana limpiando si vive ella sola, pero ni se te ocurra decírselo porque te mira como si fuera la mujer más guarra sobre la faz de la tierra). Como digo, cuando termina de hacer las tareas de la casa, se calza sus zapatillas y su mandil de salir, como ella los llama, y va a la tienda a comprar. Bueno, a comprar es la excusa, porque en más de una ocasión se va con las manos vacías o con la barra de pan más pequeña que haya y que no necesita, ya que tiene congelada, pero que por no hacerle un feo a la Dolores, se lleva. Allí, a la hora que ella va y de manera totalmente premeditada, se junta lo más granado del pueblo. Otras viudas o casadas con cuarenta años de matrimonio a sus espaldas, que hacen del rumor y el chisme un arte digno de estudio. Pero esas conversaciones matutinas solo son la antesala de la noche…

Cuando es la una en punto regresa a casa, se coloca su mandil de cocinar y se prepara la comida.

La abuela come como un pajarito. Así está, que entre que come poco y la mala leche que gasta tiene un 'tipín' digno de la mejor operación biquini.

- Abuela, tiene usted que comer un poco más, que con estos calores necesita energía – le dice mi madre cuando habla con ella por teléfono, en los meses donde el calor aprieta.

- ¡No digas 'tontás'! – exclama – Estoy echa un roble y os pienso enterrar a todos – dice medio en broma medio en serio, porque la abuela, otra cosa no, pero pelos en la lengua ninguno.

Mi padre me cuenta cómo lo tenía más derecho que a una vara, tanto a él como a su otro hermano, más pequeño y a mi abuelo. Esa casa era un matriarcado en todo regla y nada se hacía o deshacía si la abuela no estaba de acuerdo. Mi padre y mi tío se fueron a estudiar a la capital, como ella la llama, y allí han hecho sus vidas. Mi tío, su ojito derecho, se casó con una enfermera, de pueblo como él, quienes le dieron dos nietos; y mi padre, la oveja descarriada, se casó con una abogada de la capital y de buena familia y solo me tuvieron a mí.

La abuela no traga a mi madre. “La 'señoritinga' de la capital” la he oído referirse a ella muchas veces, y no es que mi madre sea una pija madrileña reconvertida de la movida de los ochenta, pero a la mujer se le ha metido entre ceja y ceja, que le vamos a hacer, al igual que yo, que me dice que soy su vivo retrato.

Cuando termina de comer, recoge lo poco que ha ensuciado y dormita diez minutos en su sillón orejero, que tiene casi tantos años como ella pero del que no se desprende ni con cola, hasta que comienza el telediario de Telecinco y ya no despega los ojos y el culo del sofá hasta que el Sálvame termina. Alguna vez la hemos llamado durante el programa para hablar con ella y ni siquiera nos ha cogido el teléfono.

Cuando su sesión diaria de cotilleo nacional ha terminado, se da una ducha mientras refunfuña sobre La Esteban, El Kiko, La Bollo y demás personajes y personajillos, porque otra cosa no, pero limpia y aseada la abuela es un rato largo. Después de ponerse de limpio, se pone a coser. Ganchillo es su labor favorita, pero también bolillos y bordar entran dentro de sus dones con la aguja. Recuerdo que al ser su única nieta intentó enseñarme pero la destreza manual con hilos y agujas no la había heredado por lo que al final, me dejó por imposible, diciendo que en sus tiempos las niñas de mi edad ya ayudaban a sus madres con la dote y que ahora solo servimos para estar con las maquinitas esas e ir con chicos que nos dejarán preñadas a la primera de cambio.

La abuela y la tecnología no se llevan nada bien y eso que mi abuelo, que en paz descanse, era un manitas arreglando cosas cuando su trabajo como conductor de la línea entre los pueblos de la comarca y la capital de la provincia se lo permitía. La buena mujer se apañaba con la tele, la calefacción en invierno y el abanico en verano. La cocina era eléctrica y cuando algo se le estropeaba llamaba al Antonio, el hijo de la Paca, que había estudiado para eléctrico y por unos eurillos le hacia la chapuza.

A las ocho en invierno y a las nueve en verano, se hacía algo para cenar y era cuando recogía de nuevo y sacaba la basura cuando empezaba de veras el mayor de sus placeres estivales. Cuando hacía frío no le quedaba otra que seguir con las labores e irse a la cama tras dar dos o tres cabezadas en el sillón ya que decía que a esas horas, en la tele, solo había putas y cabrones. ¡Como si el Sálvame fuese un programa educativo!

Pero en los meses centrales del año la cosa cambia y acompañada de su inseparable abanico, su silla plegable y una botella de agua se sale al fresco junto a las vecinas de la calle. Hasta el calor huye cuando las ve salir de las casas por miedo a que sus lenguas también le den un buen repaso.

Suelen hacer corrillo donde la Manuela, ya que su acera es más ancha y allí dan un buen repaso a lo que han oído o visto de unos y unas, de otros y otras. Vamos, que a todo el pueblo y a parte del extranjero le pitan los oídos cuando las buenas señoras se ponen a largar. Se saben la vida y milagros de propios y ajenos y no dejan títere con cabeza.

La semana que viene vamos a verla. No le hace ni chispa de gracia, lo sé. Pero ya está mayor y papá quiere ir a darle una vuelta. Pese a su fortaleza y su carácter, sus últimos análisis no han salido del todo bien, aunque como siempre ella ni caso, y mis padres quieren hablar con el médico.

- En mis tiempos no había tanto matasanos y tantas medicinas y vivíamos tan ricamente – dice con frecuencia.

La verdad es que tengo ganas de verla. Me lo paso pipa con las cosas que dice y los gestos que tiene. Sé que por ley de vida no le queda mucho y más si lo que viene en la analítica es señal de algo grave, por lo que pese a su irreverencia, su peculiar forma de ser y pensar y las broncas que siempre nos echa, la abuela es y siempre será mi abuela.

María de las Nieves Fernández,
autora de "Los ojos del misterio" (Falsaria).
@Marynfc

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