EL SECRETO DE SU NOMBRE


Lo conocí hace algún tiempo, entonces no me pareció relevante en absoluto el lugar donde lo vi por primera vez, sin embargo, ahora todo me resulta evidente. Desde el minuto cero supe que se trataba de alguien distinto, recuerdo cómo asomaba a sus ojos el destello del tesoro que –  imaginé –  encerraba en su interior. No sabría decir muy bien por qué, pero algo en él me hizo despertar del profundo aletargamiento que, hasta entonces, había teñido toda la mañana. Sin él saberlo, se encargó de plantar en la boca de mi estómago las semillas de la curiosidad y de la intriga. ¿Qué sensación era aquella? ¿Qué secretos encerraba bajo su piel?

Recuerdo cómo abrió cuidadosamente la puerta de la biblioteca, cómo avanzó por el pasillo tímidamente, evitando, a toda costa, el crujir de la madera bajo sus pies. En seguida me di cuenta, se trataba de uno de esos “especímenes” que tratan de pasar totalmente desapercibidos, que tratan de evitar, sea como sea, que cualquier mirada se pose sobre ellos, como si tuviesen miedo de desagradar o molestar a alguien. Ese tipo de personas que a mí me llaman poderosamente la atención. Lo examiné celosamente, observé cómo, a medida que recorría el infinito pasillo, escudriñaba los títulos de los libros que forraban las paredes. ¡De qué modo lo hacía! ¿Acaso se sabía de memoria todos aquellos libros?, ¿recordaba cada una de aquellas páginas que se escondían bajo las descoloridas cubiertas?, de no ser así ¿por qué ponía esos gestos que anunciaban un sentir amargo o complaciente según el título que leía?

Quiso la casualidad – o bien el caprichoso destino – que se sentase en la mesa que yo ocupaba, justo en la silla de enfrente. Sin querer – sin querer evitarlo – se cruzaron nuestras miradas, y a modo de un tímido saludo, como anunciando que íbamos a ser compañeros de estudio durante algún rato, nos dedicamos unas sonrisas casi imperceptibles. En seguida me puse a revolver los incontables folios que se esparcían sobre la mesa  tratando de apartar, en vano, la curiosidad que me producía ese individuo. Él, por su parte, se adentró con facilidad en ese mundo interior que parecía llevar consigo.

Desde ese momento las palabras se aglutinaban en mi cabeza formando centenares de preguntas; fijé la mirada en mis apuntes  y aún así, mis ojos parecían querer escapar y lanzarse a su encuentro. Finalmente, se posaron mis pupilas sobre una de sus hojas de papel, mi sorpresa aumentó cuando logré leer esa letra inmaculada. La misma palabra estaba escrita cientos, miles de veces, ocupando todo el folio y dejando escasos espacios en blanco. ¿Había estado todo ese rato leyendo la misma palabra? Esto ya terminó de confirmarme que aquel no era un chico cualquiera. ¿Qué hacía una persona leyendo infinitas veces la misma palabra?, ¿acaso era una especie de mantra? Estaba decidida, debía encontrar cualquier excusa para escuchar su voz, para hablar con él.

Casi sin poder evitarlo y dejándome llevar por esa necesidad imperiosa de saber, le pregunté, a modo de susurro y sin un gesto previo que le indicase que le iba a hablar, si sabía dónde estaba la sección de literatura del siglo XIX. Él, sorprendido por mi interrupción, se tomó unos largos segundos para reformular de nuevo la pregunta en su mente y, como si luchase por escoger las palabras adecuadas, me contestó suavemente: “en frente de la sección de literatura hispanoamericana”. Ya veis, ¿qué de especial tienen estas ocho palabras?, pues parece ser que él sentía algo al pronunciarlas, porque justo después de dejarlas escapar recorrió rápidamente su boca con la punta de la lengua, como queriendo degustar los restos de las letras que habían quedado en sus labios.

Fueron pasando los días y estos se convirtieron en semanas. No sé cómo me las ingenié, pero cada día que coincidíamos me aseguraba de escucharle hablar. Él, lejos de sentirse molesto, me contestaba amablemente a todas y cada una de mis preguntas. Una y otra vez repetía el mismo y cuidadoso procedimiento antes de hablar: escogía las palabras y luego disfrutaba o se deshacía rápidamente de los restos que estas le dejaban. Tenía curiosas manías, cuando hablaba más de dos o tres frases seguidas se pasaba un pañuelo por los labios a modo de servilleta, como cuando alguien se queda empachado de tanto comer o cuando se engulle sin miramientos. Con el tiempo fuimos cogiendo confianza e incluso fuimos hablando fuera de las horas de biblioteca. Sin embargo, en todo ese tiempo no dejaron de sorprenderme sus extraordinarias manías, a veces decía palabras sin ningún tipo de orden, palabras y más palabras, como si en el pronunciar cada una de ellas le produjese una agradable sensación; como si buscase en cada una de ellas una esencia escondida.

Un día, un día del que no recuerdo el número ni el mes, me preguntó mi nombre. De repente reparé en que habíamos pasado todo ese tiempo sin la necesidad de preguntar por los nombres. – Melva – le dije. Repitió con parsimonia y admiración mi nombre. Sus ojos se iluminaron, tragó saliva, se llevó – con toda la delicadeza de este mundo – las manos a la boca, como queriendo impedir que se escapasen esas cinco letras. Una lágrima resbaló por su rostro. Y la paz y la felicidad se reflejaban en su expresión. Y yo, sin comprender del todo, disfruté con él de ese momento que parecía que hacía tiempo que andaba buscando.

Entonces me lo explicó todo.  –¡Es la magia de la sinestesia! – me dijo – En la psicología, es una condición neurológica que mezcla los sentidos. Es lo que permite que algunas personas, como yo, puedan saborear las palabras; que otras puedan oler los colores, escuchar los números, percibir los sentimientos como colores…  – entonces comprendí.

– Llevo toda la vida buscando una palabra – me confesó – que me inunde de dulce el paladar, que me sepa a miel, que me haga sentir único, completo. Y esa palabra eres tú.

Sammy.
@sarazamz

0 comentarios:

Publicar un comentario

 
;