MI NO VIAJE AL MAÑANA

Robert Gonsalves.
Hoy, justo después del almuerzo, sobre las diez y cuarenta y nueve, aproximadamente, he decidido que me iba de aquí, que estaba cansada y que necesitaba un aire renovador. No sabía si inclinarme por Singapur, Albacete o la isla de Pascua, pero tras pensarlo al menos durante unos intensos tres segundos y medio, me he decantado por algo un poco más arriesgado: me voy a buscar el centro del universo, me he dicho. Y de paso aprendo a cocinar, que ya va siendo hora. Antes de partir he cogido lo necesario: un subrayador fluorescente para marcar las cosas importantes; un paquete de galletas con forma de gato; un diccionario español-francés, porque he intuido que para ir hacia el centro del universo me sería útil divisarlo todo desde lo alto de la torre Eiffel, que no es una torre, por cierto, sino una gran “A”; y, finalmente, un cortauñas, pues no soporto que me crezcan demasiado, siempre me han dado un poco de grimilla las uñas largas. Ah, y una sartén, por lo de cocinar. 

Le he dicho a mi familia que hasta luego, que nos veríamos o en semana santa o ya para verano, y que hasta entonces quien quisiera podía dormir en mi cama, leer mis libros, ponerse mis bragas o besar a mi novia. Pero, sobretodo, les he dicho, no abráis el tercer cajón de mi escritorio. Por favor os lo pido, he rogado seriamente, no tratéis de averiguar qué hay dentro, no por nada, sino porque quiero establecer algún tipo de prohibición antes de partir. Por eso de añadir un punto apocalíptico a mi marcha. Así que, tras conseguir la fiel palabra de los entonces presentes y dejar que el misterio planease sobre todas las mentes acerca de ese tercer cajón, he besado a todos efusivamente en las manos, en las rodillas y justo detrás de las orejas, porque me gusta hacerlo. Luego, sin lágrimas en los ojos ni cera en los oídos, me he dispuesto a comprar un billete de metro. Aquí empieza la aventura, me he dicho a mí misma, ya que en el pack de “coger lo necesario” parece que no entraba el monedero. Por suerte para mí, siempre he contado con una retórica que ha estado de mi parte y, tras charlar concienzudamente con el guardia de seguridad de la línea azul y después de que él se desentendiese por completo de su responsabilidad, he logrado pasar de balde entre las puertas mecánicas. Unos metros más allá he divisado al  que parecía ser el verdadero guardia de seguridad, que no iba vestido de rosa, ni llevaba medias de rejilla que le combinasen con el bigote, como me ha dicho el otro. 

Está claro que el mundo estaba dispuesto a hacerme crecer interiormente, pues desde segundo de la ESO no he logrado, por más que he querido, crecer de ningún otro modo, y por eso (el mundo, el universo, Dios o como lo quieras llamar) ha decidido ponerme a prueba nada más adentrarme en el andén. Me he encontrado con Fina, una de mis profesoras de universidad, a la que no había entregado el trabajo del martes. Y, haciendo honor a su nombre, fina me ha puesto. Que si dónde iba ahora que no estaba en clase; que por qué no le había entregado el trabajo; que vivía en el mundo de Yupi; que no podía continuar siendo tan mediocre, que me acabaría pasando factura en la vida y un montón de máximas más que ha lanzado contra mi cráneo sin ningún tipo de piedad. Fina, le he dicho, me voy a buscar el centro del universo, ahora no tengo tiempo de charlar. Sé que debo madurar y mi andanza comienza justo aquí, volveré siendo una persona nueva, sabiendo quién soy realmente y con ganas de demostrarle al mundo algo, que todavía no sé muy bien lo que es, pero ya lo descubriré. Quien lea estas últimas palabras dirá: olé tú, bien hecho, plantando cara, así se hace. Pero todo esto lo he dicho entre vacilaciones, titubeos y temblores, me he puesto tan nerviosa que, sin darme cuenta y por divergir del camino con la Fina, he acabado por meterme en el metro que iba en dirección opuesta a mi destino. Todo el mundo sabe que el centro del universo está en sentido contrario respecto a “Cornellà centre”. 

El encuentro me ha dado qué pensar, tenía razón la Fina, quizá sí debería ser algo más realista. Estaba claro que mi aventura no había comenzado con buen pie. Estoy dispuesta a crecer, me he dicho, no puedo andar colándome en el metro a la primera de cambio, ya soy adulta para hacer este tipo de cosas. Así que, en un arranque de madurez, he llamado a mi madre para decirle que si me daba algo de dinero para poder, de una vez por todas, independizarme y hacerme valer como persona. Pero, por desgracia, no me lo ha cogido, ya que su móvil estaba en el tercer cajón y no podía, por nada del mundo, romper la palabra de una madre. 

La desdicha se cierne sobre mí. Ese iba a ser el nombre del disco de mi primer single después de volver de mi viaje. La verdad es que nunca se me ha dado demasiado bien la música, en fin, me pasa lo típico, que la sé tocar, pero me cuesta aprender a escucharla. Pero la cosa es que se me da realmente bien esto de poner títulos. Ojalá existiese un oficio de tituladora de no-existencias. Ya tengo varios títulos pensados para mis no-futuros libros: Dios se llama Amparo; Lo que me dejé bajo el ciprés; Bellotas en invierno y Ser enano a los cuarenta. En fin, no están destinados a cubrir una excelsa literatura pero, como mínimo, invitan a cierta reflexión. 

Yo siempre he querido ser poeta, sin embargo, me gusta demasiado la chistorra y algo tan divino  como la poesía nunca va a poder casar con algo tan mundano. “Oda a la chistorra", he escrito con un subrayado especial cientos de veces sobre un papel en blanco, esperando a crear algo que uniese esos dos mundos tan alejados entre sí, esperando unir las grandes esferas de lo excelso y lo cotidiano. Pero todo ha sido en vano. Como muchos de mis despropósitos. 

En fin, que me he liado, que sí, que mejor me vuelvo para casa, que me viene bien esta dirección de metro, que todas las grandes hazañas se hacen un día especial, un día que, según cuentan, está suspendido en el tiempo y sumido en la eternidad, un día glorioso lleno de promesas: el mañana. Pues para mañana dejo mi viaje. Que ahora me ha entrado hambre y quiero escribir unos versos. 

Sara C. Labrada.
@sarazamz

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